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La Firma de un Arquitecto

  • Writer: Gabriel Escobales Cabrera
    Gabriel Escobales Cabrera
  • May 16
  • 3 min read

En arquitectura, como en el cine o en la literatura, siempre está presente la idea de autoría. Aunque en este caso se trabaje con materiales, espacios y estructuras, la intención detrás de cada decisión se deja sentir. El arquitecto no solo diseña para que algo funcione, sino también para decir algo, para dejar una huella. En este marco, hay dos maneras de entender cómo se construye esa huella: una, basada en la tradición y los tipos arquitectónicos conocidos; otra, más libre y especulativa, que se acerca a la ficción, a la invención pura. Esta tensión entre lo que se hereda y lo que se crea define muchos de los caminos que la arquitectura puede tomar hoy.

Trabajar con tipologías implica construir a partir de formas conocidas: el patio, la galería, la cúpula, la escalera. Son elementos cargados de historia, que tienen sentido incluso antes de que el arquitecto los toque. Reutilizarlos no significa copiar, sino reinterpretar, darles un nuevo giro sin romper con su esencia. Aldo Rossi, por ejemplo, veía la ciudad como un archivo vivo de tipos que se repiten y resisten. En su Cementerio de San Cataldo, retoma la forma clásica del cementerio, pero la reconfigura con una austeridad y un orden casi metafísico. No inventa desde cero, intensifica lo que ya existe.

Esta forma de hacer arquitectura se parece a lo que el cine clásico hacía con los géneros. Según Efrén Cuevas, los directores no rompían el molde, sino que trabajaban dentro de él, aportando matices propios. Algo similar sucede cuando un arquitecto toma un tipo arquitectónico y lo modifica sutilmente: su autoría no está en inventar todo desde la nada, sino en cómo transforma lo conocido. Una ventana fuera de proporción, una puerta en un lugar inesperado, un vacío que no se resuelve: esas decisiones mínimas también pueden ser marcas personales.

Ahora bien, hay arquitectos que prefieren no partir de ningún tipo. Peter Eisenman, con su House VI, rompe con cualquier noción tradicional de casa. En vez de responder a la lógica de lo doméstico, plantea un espacio dislocado, con cortes sin función y estructuras que desafían el uso. Su arquitectura se vuelve un acto de escritura, como si el edificio fuera un texto que se puede leer de múltiples formas. En este caso, la forma no busca continuidad con el pasado, sino abrir un campo de preguntas. Aquí el arquitecto se vuelve casi un autor literario, que no explica, sino que sugiere, que no da respuestas, sino que provoca.

Aun así, no todo es blanco o negro. Incluso dentro del sistema tipológico, se puede ser subversivo. Una galería ciega o una fachada sin ventanas pueden alterar el significado de un tipo sin romperlo del todo. Lo importante no es si el arquitecto sigue una tradición o la rompe, sino cómo lo hace y con qué intención. A veces, una intervención mínima puede ser más potente que una ruptura total. La autoría no siempre se grita; muchas veces, se susurra.

La arquitectura, al final, se mueve entre dos polos: reinterpretar lo heredado o inventar lo nuevo. Ninguna de estas posturas es mejor que la otra. Una construye desde la memoria colectiva; la otra desde la imaginación radical. Lo interesante es entender esa tensión, porque es ahí donde la arquitectura encuentra su voz. Leer un edificio con esta mirada nos permite descubrir no solo su forma, sino también las ideas que lo sostienen.

 
 
 

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